El Salón de la Crítica está de regreso, el crítico José Antonio Valdés eligió esta crítica de ‘El rey de la comedia’ de la edición de Octubre de 2019 y ahora la compartimos con ustedes.
Por: Estefanía Ocampo Pérez @EstefiOp
Aproximarse a escribir sobre El rey de la comedia (Martin Scorsese, 1982) comparándola con otra película es muy injusto, pero la popularidad de la reciente Guasón (Todd Phillips, 2019) y la fuerte influencia de la primera sobre la segunda, permiten establecer elementos en común entre ambas. Uno de ellos, es el tránsito constante que sufren sus protagonistas, Rupert Pupkin y Arthur Fleck, entre la realidad y sus fantasías, un tránsito sin límites que deriva del deseo de ambos personajes, que a pesar de ser similares, tienen motivaciones diferentes.
Si bien en el caso de Arthur, protagonista de Guasón, sus aflicciones están perfectamente diagnosticadas y justificadas socialmente por un entorno injusto y desconsiderado, las de Pupkin realmente nunca son analizadas a fondo, y su enferma obsesión por ser un comediante en un famoso programa de televisión, nunca se justifica en algún padecimiento o en algún aspecto de su vida personal. La película, muestra a ese hombre determinado de treinta y cuatro años que decide estar listo para exigir ser la nueva estrella del programa de comedia protagonizado por Jerry Langford, un hombre que despierta un fanatismo enfermo entre sus seguidores, y que será la clave para que Pupkin pueda cumplir ese sueño para el cual ensaya una y otra vez en los sets improvisados de televisión instalados en la sala de su casa.
La creciente obsesión del personaje a lo largo de la película, su tenacidad por ser esa figura reconocida en la que tanto sueña, empiezan a quebrar la narrativa de la misma, y en algún punto uno empieza a dudar qué es real y que no en esas situaciones llevadas al extremo por un Rupert Pupkin que no se detendrá hasta haber cumplido su objetivo. Si bien en la película de Todd Phillips, Arthur Fleck de igual forma está todo el tiempo transitando entre la fantasía y la realidad, el guion, al tratarse de un personaje con una enfermedad mental diagnosticada, señala en exceso qué situaciones son producto de la imaginación de Arthur y cuales no, cosa que la estructura de El rey de la comedia no busca jamás. La edición misma de la película, los cortes tajantes entre una secuencia y otra, dejan al espectador reflexionando qué tanto es real en cada una de ellas, y la magnitud en la cual las secuencias imaginarias permean en la forma en la que Rupert Pupkin toma decisiones en el mundo real.
Las motivaciones de Rupert, a diferencia de Arthur no son esclarecidas, y la parte en la que más se aproxima la película a intentar justificar su comportamiento, es a través del monólogo autocompasivo disfrazado que al final, de manera coercitiva, logra Rupert interpretar al aire en el famoso programa de Jerry Langfold. Es ese momento, uno logra empatizar más con ese personaje patético cuya obsesión no conoce límites, cuyo mundo está completamente trastornado por el deseo de ser esa figura a la que tanto admira y envidia al mismo tiempo, cuya obsesión es injustificada y por lo tanto más intrigante.