Pink Flamingos ha cumplido 50 años, en donde ha pasado de ser una máxima prueba de nausea, a ser una de las propuestas más valientes e inspiradoras del cine quebranta sistemas de la década de los setentas.
El cinéfilo tiene un constante crecimiento para saciar las necesidades de descubrir propuestas retadoras y ajenas a las convenciones tradicionales que las salas de cine y –ahora- las plataformas de streaming ofrecen sobre las audiencias. Es un crecimiento por demás necesario para que una persona considere no solamente los alcances del cine y su potencia narrativa de combustible inimaginable, sino también para prestar atención a las voces que pueden estar apagadas en medio de un caudal que parece exigir una atención desmedida a películas que apenas y tienen la mitad de alma que las de otros valientes sin nombre popular.
Y sea por países, género, identidades sexuales o vislumbres al pasado, que todos llegamos a una etapa definida en lo escatológico: queremos ser shockeados porque nos consideramos impenetrables.
Es una lógica bastante juvenil que no sólo es exclusiva dentro del medio cinematográfico: En la música, si oyes metal es probable que llegues a conocer de gente que hace alaridos similares a los de un cerdo y cuyos álbumes tienen portadas de lo demás grotescas, o si lees –cómics o mangas en particular- encuentres representaciones por demás nihilistas que pueden arruinar tu día. Estos encuentros tienen una ensoñación sacada de los Garbage Pail Kids con una función de shock hilarante para la experiencia personal y preocupante para las pobres almas que uno pueda tener dentro del círculo de amistades
y que terminas arrastrando animándose a buscar cosas más obscenas. Ahí es en donde uno llega a conocer a Pink Flamingos.
El hecho de que Pink Flamingos remarque que es un “ejercicio de mal gusto” no es gratuito, es un obra que verdaderamente le hace honor a su leyenda formada por esos listados que la mencionan como una obra dentro de lo grotesco y es un sello que –como toda la filmografía de Waters- remarca con la frente en alto, siempre en vista de lo posiblemente incómodo para desgracia del público. La película precisamente puede catalogarse dentro de las convenciones del género del horror, logrando que la gente salga despavorida de las salas de cine y que incluso críticos la lleguen a mencionar como la obra que no llegaron siquiera a terminar, una fuente de poder juvenil escatológica mejor representada en el hecho de que hacia al final del filme Bab’s Johnson (Divine) aparezca liderando a su séquito de pervertidos, con miras a tener un bocado de parte de un perro defecando.
Es el final que que adereza un grupo de secuencias que incluyen incesto, bestialidad, obscenidades, canibalismo, secuestros, y el uso desmedido del cuerpo humano que termina siendo la representación moderna del geek que aparecía en carnavales dentro de los Estados Unidos.
El beneplácito de la miseria ajena por el valor de unas cuantas monedas en ese tiempo, ahora con la entrada de un boleto de cine.
He ahí el punto: Waters no huye de esta condición del geek, porque él es un tipo que se considera raro… al igual que sus amigos, sus conocidos, la gente que se mueve por una Baltimore escondida de forma pública, a la que ha tratado de establecer su identidad y prevalía sexual como algo que no sea un secreto, para desgracia de aquellas miradas de desprecio.
Para 1972 Waters ya contaba con 2 películas en su haber que había filmado bajo condiciones miserables y sin permisos y siempre lapidando estas condiciones moralistas que sentía todo el grupo de forma pública rebelándose de tal forma que pudieran acceder a estas críticas con mayor impacto y a nivel nacional… pero por lo menos obteniendo el dinero de aquellos que estúpidamente se quejaban de ellos, encima de los curiosos.
Básicamente los mundos de Waters y sus Dreamlanders viven en un Baltimore extremista en donde cualquier perfil cercano al LGBT es visto como monstruos viviendo a expensas de la sociedad que no deja de verlos como obscenos… por el simple hecho de que vivan libres de una condición establecida en las reglas de lo socialmente aceptable.
Pink Flamingos logra estas expresiones de la libertad del cuerpo y las ideas, pero en formas extremistas y humorísticas sacados del cine de explotación que cobijaron a Waters y a sus cercanos, porque ellos terminan entendiendo una modalidad casi universal: la expresión de inconformidad sobre lo que pasa en nuestro mundo tiene un gran impacto siempre con la carcajada de al lado como acompañante.
Es un cine mugroso y carente de un sentido formalista, para bien o para mal. Si bien los Dreamlanders de Waters son puestos a la máxima expresión de reto que pueden tener en el cine, tampoco es que sean actores natos, pero de alguna forma –y en algo que personas como David Lynch usarían en su carrera en un futuro- estos quedan perfectamente acomodados bajo los miramientos del director y guionista, quien escribe diálogos bastante ridículos y ofensivos que sus actores tienen que expresar en entonaciones sacadas de una telenovela a la milésima potencia.
Pink Flamingos se estrenaba el 17 de Marzo de 1972 en el festival de cine de Baltimore, y de inmediato se volvió una representante de las dos propuestas: del radicalismo rebelde sobre lo que se podía mostrar y representar en un cine alternativo, y como un cine por demás shockeante que además se prestaba sobre todas las cosas… de tener taquilla saludable. Costando apenas 12 mil dólares Pink Flamingos se daba la gracia de obtener ingresos de cerca del millón, aprovechando el acomodo cada vez más aceptable de cines pornográficos y/o funciones de medianoche dentro de Estados Unidos.
Era vista por la comunidad, por curiosos, por morbosos, por niños que se ponían retos de ver “la asquerosidad en persona”, y todo esto –y no dejo de remarcarlo- ocurría en un innovador 1972: uno de los años más definitivos del cine moderno. Para ser precisos ocurría en la misma semana de estreno de la obra más taquillera del año, la otra
propuesta agresiva y rompe moldes pero del sistema tradicional de Hollywood que dirigía Francis Ford Coppola frente a todo pronóstico de los especialistas arcaicos: El padrino.
El considerar que en una misma semana, dos películas se presentaran entre las audiencias, y terminaran recodificando las modalidades y el impacto que a 50 años seguimos recordando con pasión y cariño, es algo que me cuesta trabajo siquiera se poner a comparación en otra ocasión, y que también parece decirnos del hambre de las audiencias de por ese entonces: en busca de aquello que por lo menos les hiciera sentir parte de la conversación y darle a entender a Hollywood, de que los tiempos realmente habían cambiado, de que la mugre es la vida y la mugre es la política, y nada se podía hacer para cambiarlo.