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Quizás no todo mundo lo recuerde, pero yo sufrí del boom de La Pasión de Cristo. En ese entonces 2004 yo me encontraba cursando la secundaria en una de las escuelas religiosas más populares, y la película de Mel Gibson era el tema a servir durante y después de las clases. Yo desde un principio percibí que algo sonaba extraño e incómodo dentro del proyecto, porque me parecía una morbosidad ver el sufrimiento de Jesucristo por más de dos horas para recalcar su mensaje de salvación, no por las ideas que profesaba, sino gracias a una carnicería de parte de un sujeto extremista antisemita que se comparaba en gore a las películas violentas que veía a escondidas de mis papás, pero que ciertamente estas últimas tenían el beneficio de no incomodarme a la hora de buscar culpables, y mucho menos de servir como propaganda religiosa.
Porque has de saber tú querido lector, que las madres de mis compañeros veían a la película como el vehículo perfecto para domesticar a los muchachos con dudas y a los que no, taparles cualquier intento de pensamiento hereje con alaridos y latigazos hacia el redentor con lujo de detalle. A pesar de ser una película clasificación “C”, mi escuela organizaba recurrentes viajes al cine para ir con jóvenes que salían mareados o llorando por el sufrimiento de tales escenas, y de hecho la principal líder de este movimiento – una señora de familia que tenía más rigor al asistir a misa diario que en saber en qué pasos estaba su hijo- intentó convencer a mi madre de que mi hermano y yo fuéramos a ver La Pasión de Cristo, a lo cual ella se negó rotundamente, no sé si por no querer pagar boletos de cine para que sus críos vieran violencia gratuita o por el peso de tener que recogerlos saliendo de la proyección, pero se lo agradezco.
La Pasión de Cristo tuvo un éxito en mi ciudad de León, porque la película duró más tiempo del esperado en la taquilla y para cuando fueron las vacaciones de pascua tuvo una mayor duración en las salas de cine, así que la actividad favorita de la gente durante esas fechas era la de ir a ver la masacre. Por alguna extraña razón la pascua del 2004, la vivimos afuera de la casa, en terreno por las afueras de la ciudad que servía como cancha de futbol de arena, con mucho viento y carne empanizada gracias al polvo que se levantaba y de aderezo mi aburrimiento eterno porque estaba –y estoy- acostumbrado a que esas fechas sean para ver las películas clásicas de la temporada.
Recuerdo haber estar sentado en unas sillas de plástico leyendo el único periódico que había en el lugar para evitar jugar futbol, y tras varios intentos fallidos de llenar el crucigrama, me puse a leer a la parte de “espectáculos” –que uno a veces busca por la identidad cultural que ha sido devorada por chismes- viendo en la cartelera a mi némesis del momento, abarrotando todas las funciones… excepto una. Había una película que se llamaba “La Última Tentación de Cristo”, y en el periódico aparecía una nota pequeña que mencionaba que después de 16 años, la película controversial se estrenaba en nuestro país.
Y hablé con mi padre, que también sufría del tedio de la tarde pero tenía el beneficio de una cerveza fría, y sin nada más que hacer respondía las incógnitas del metiche del periódico. Me mencionó del tremendo caso que fue por allá de 1988, de cómo todo mundo perdió la cabeza y tratándose de nuestro México, lo que pasó es que la película se censuró a niveles extremos, a tal grado de que no era muy fácil de encontrar en las rentas de video o tiendas por temor a que esto causara una represión, me contó de la valía de los cineclubes para ese tiempo que la pasaban a escondidas y que no era para tanto alboroto.
-¿Y por qué la censuraron si no era tanto alboroto?- preguntaba yo.
-Porque presenta a Jesús como un humano, y no nos gusta pensar en ello- lo dijo en tono reflexivo seguido de un silencio en medio de nuestra tarde.
En efecto, no nos gusta pensar en ello, nunca nos ha gustado.
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Por allá en 1988, La Última Tentación de Cristo movilizó a un gran número de seguidores a hacer marchas en los recintos de Universal, de clamar justicia frente a Martin Scorsese, de querer comprar la película para su destrucción, y llegando a cometer actos tan atroces y terroristas que en tiempos modernos no se les asocia al pensamiento cristiano, y todo por ofrecer una visión alterna, una que jamás se jactaba de ser la única, la auténtica, ni la más importante, porque en el fondo esto era un trabajo de exploración para Scorsese, quien puso su fe dentro de un proyecto al que le tenía un sentido de deber, quizás inspirado en las obras épicas que pudo ver de niño al igual que los que se quejaban. La diferencia de Scorsese a todos los demás que hemos visto por nuestra televisión los domingos de Pascua, es que él no quiso hacerlo para profetizar el mensaje que ya conocemos ni para subirse a un tren de éxito por el género, sino que con el proyecto llegó a reflexionar sobre Jesucristo de una manera inusitada.
La gran fortaleza de la película, precisamente recae en la forma de representar al mesías. Jesús a lo largo de toda la película es un ser lleno de temores por la carga casi amoral de su labor (o por lo menos eso piensa la mayor parte del tiempo), de la de ser el salvador de un grupo de personas por las que no quiere tener un cuidado, e incluso llega a cometer actos incongruentes como participar en las crucifixiones de otros judíos –haciendo buen uso de sus conocimientos como carpintero- o la de tener pensamientos impuros con María Magdalena para evitar su destino, y no hace esto por ser una persona malvada per sé; la novela original y el guión de Paul Schrader colocan a Jesucristo en una posición de que como humano tiene debilidades y temores, porque esto es natural, la llegada de su misión es algo que evita a todo momento o que busca un camino distinto, y así comienza a entender su posicionamiento, de que el mal es inherente dentro de nosotros pero en nosotros queda el camino de la salvación y el desarrollo más profundo de apoyar a nuestra comunidad.
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Y Scorsese hace esto con el Jesucristo más vulnerable que haya visto en alguna película. Curiosamente el rostro de Willem Dafoe es símbolo de villanía o de una presencia incómoda, pero su Jesucristo es uno de mirada frágil y cuerpo raquítico, que siempre está incómodo con su labor y al que podemos percibir su dolor al recibir las punzadas que otros profetas llamarían como pasiones, pero para él son garras que le lastiman la mente, o cuando no puede hacer otra cosa más que la de ver a María Magdalena quien labora como prostituta tener un gran número de clientes para quedar hacia el final él, frente a su adoración, y mayor temor de volverse un mero humano más… porque por más miedo que tiene, por más actos incoherentes que llega a hacer para sus profetas, por su mensaje extraño del hacha y el corazón, y la aparente iluminación –que le ocurre mientras sus ojos adquieren una insólita forma- que lo llevan a un destino que no quiere vivir en la cruz… esas situaciones lo vuelven más empático que la simple acción de representar a un Jesucristo axiomático.
Precisamente la parte más controversial del filme es la que se encuentra en la hora final, en la que rechaza toda noción de ser sacrificado y Jesucristo por primera vez obtiene la oportunidad de una vida y una familia, de ceder a sus instintos y alejarse de los dogmas. Quien no haya visto la película parece entender que “La Última Tentación de Cristo” escupe sin tapujos, pero lo que termina ofreciendo es una mayor muestra de valentía de su personaje, precisamente indicada en el título: es la última tentación, su última oportunidad de mirar atrás y gritar “no quiero”, por lo que su decisión se respeta.
Aunado a esto están las libertades creativas que la película tiene en referencia a los textos sagrados, porque Pedro no es el discípulo más cercano a Jesucristo, sino aquel que provoca su perecimiento: Judas, y con Harvey Keitel, este judas adquiere un tono más noble por así decirlo. Amigos desde la infancia que sabe de la misión de su amigo y del que quiere que haga algo al respecto, pero que al momento de tener la oportunidad de hacer el cambio que Dios quiere, se quiebra; no es inusual ver a Keitel siendo un hombre rudo y grosero, pero con su Judas, entendemos la situación del personaje y le da un tratamiento mucho más lastimero a otra figura que también nunca se pone a cuestionar en otras representaciones, que lo ponen como un hombre de inmediato malvado.
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Es inusual la forma de retratar la vida y obra del mesías, y esto también se contagia en la producción del filme, más por necesidad que por verdaderas intenciones, porque La Pasión de Cristo pasaría de ser una película con un cast lleno de estrellas del momento y el total apoyo de Paramount al miedo de los estudios de poner un dólar más en la producción, limitando su presupuesto a uno que en comparativa de otras películas de la misma calaña, es una burla. Lejos de la influencia del Barroco que Boris Levin había inyectado en juntas de producción, el resto del equipo conformado por John Beard – también de diseño de producción- y Michael Ballhaus hicieron magia. Hay una correlación preciosa en La Última Tentación de Cristo respecto a estas dos labores, porque los escenarios no son magnánimos, de hecho en sólo un momento se llega a apreciar el espacio arquitectónico de la escena y es para destacar la pedantería de Poncio Pilatos (en un cameo de David Bowie), Beard trabajó en condiciones exigentes, así como Ballhaus quien no era extraño a la creatividad triunfante sobre el símbolo del dinero, y respeta los espacios concebidos por el diseñador, con una fotografía económica en movimientos, y que los usa para punzar momentos específicos.
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Todos estos elementos harían palidecer a cualquiera que hiciera el intento de contar una historia similar en nuestros tiempos, y no podría decir que antes era diferente la situación. El proyecto de ensueño de Scorsese comparte un dato infame, porque se estrenó el mismo día en el que Francis Ford Coppola entregaba una película con tono similar de ensueño: Tucker: El Hombre, Su Sueño y no es coincidencia ver que dos de los directores más importantes de su época que estuvieron trabajando con complicaciones durante los ochentas y presentaran un proyecto de larga gestación… para ser derrotados en la crítica y en la taquilla por Jóvenes Pistoleros de Christopher Cain. Los tiempos cambiaban y la gente no quería ver películas críticas por ese momento.
A “La Última Tentación de Cristo” le hemos tachado hasta el vómito la idea de controversial, pero pocas veces nos hemos detenido a pensar en lo que de verdad ofrece, si la gente fuera más sensible, si no existiera este complejo de fidedigno, y se le diera una oportunidad, la película no sería vulgar, ni agresiva, sino todo lo contrario. Han pasado 30 años y mis pensamientos no han cambiado: no sólo es una de las mejores películas de Martin Scorsese, es una de las representaciones más valientes que el cine haya tenido la oportunidad de generar, en su función de cuestionar y hacernos reflexionar, la más pura y preciosa de las sensaciones del séptimo arte.
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