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Nadie esperaba una franquicia de los casos paranormales del matrimonio Warren, mucho menos Warner Brothers. Sin embargo, el éxito desmedido de El Conjuro (James Wan, 2013) hizo que de inmediato se contemplara una secuela, y de entre las dos películas principales, aprovechar a los espectros que aparecen para generar spin offs en lo que es el primer caso moderno de un universo cinematográfico del género de horror post Marvel.
Claro que me gustaría decir que todo ha sido calidad, pero lo cierto es que a la hora de hacer horror, no todos tienen la sutileza y hasta podríamos decir maestría, de James Wan. Annabelle, la muñeca que se esfuerza demasiado en ser aterradora ya tuvo dos películas, siendo la segunda parte dirigida por David F. Samberg superior –aunque no mucho- que la primera entrega de John R. Leonetti, el sujeto que en 1997 nos trajo Mortal Kombat: Annihilation.
Ahora no es el turno de la muñeca fea, sino el de la monja que apareció durante la segunda parte, (¿No era el más apto para una precuela el villano de la primera parte con todo su repertorio de fantasmas?). Lo que me he fijado, es que con la visión de Wan y dentro del guión de las dos entregas principales, estos personajes son funcionales; la primera secuencia con Annabelle funciona a la perfección porque es tensión a partir de un muñeco que nunca hace nada, sólo mira fija a la pantalla, y que además sirve para este microcosmos “a la Bond” de que los personajes viven fuera de la pantalla grande en el momento.
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Mismo caso con Valak, partícipe de la secuencia más célebre de la segunda parte, y bastante creativa en el uso de sombras y un cuadro grotesco que cobra vida.
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Pero ¿De verdad se necesitaba una película del personaje explorando su origen? Ustedes saben la respuesta: Warner Brothers sabe el impacto que generan estos momentos, y una precuela suena atractiva para la gente de estos tiempos, claro que con la mente adecuada puedes hacer un producto valioso que se separe de sólo ser un peldaño… La Monja no es ese producto.
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El principal problema de la película, es su desmedido uso del jumpscare. Se presta como posibilidad de analizar lo que los estudios y nuevos públicos buscan como terror gratificante, es algo normal seguir tendencias en los estilos fílmicos, pero antes había una gracia y sentido. Con La Monja lo que tenemos es… es como esos tutoriales de baile que te enseñan a mover los pies con el “1, 2”, pero aplicado en la cámara. Todos, absolutamente todos los momentos de horror, tienen la misma estructura: un personaje mira a su izquierda, no hay nada, mira a su derecha y no hay nada, vuelve a la posición anterior, y el demonio está presente para espantarle, sin olvidar un sonido que explota por si la audiencia no estaba mirando, buscando un instinto básico, como si el público fuera una gacela saltando del agua por un cocodrilo. Lo peor es que abusa tanto de estas secuencias, que termina desensibilizando a la audiencia que ya puede cartografiar cada momento en el que la película intenta repetir la misma fórmula, y por supuesto que también arruina al desarrollo de personajes.
Demian Bichir como el Padre Burke es un hombre que vive apenado de un exorcismo fallido -¿Qué padre fílmico no tiene este pesar?- y su personaje se dedica a leer, y de vez en cuando ser espantado sin que esto represente un cambio en su mentalidad o le genere nerviosismo, y estamos hablando de un hombre que sufre el acto de ser enterrado vivo para salir como si nada encontrando pistas afortunadamente puestas en su tumba sobre el origen de Valak. Es más insultante el caso de Taissa Farmiga porque su personaje de la Hermana Irene tiene un tufo moralista y pro cristiano –oh sí, en una película de horror existe esto- en donde el personaje nunca tuvo una idea convincente de su fe, y queda a expresas de las necesidades del argumento para definir su vocación, la cual nunca termina muy esclarecida, sólo está para sufrir los constantes acosos de un demonio al cual las reglas no quedan establecidas al 100% y para recibir los piropos de un francés francocanadiense que olvida que se trata de una novicia, no una, ni dos: toda la película.
Hacia el final el guión de Gary Dauberman termina desinteresado, mezclando con prisa el misterio del convento con las apariciones de Valak que no poseen mucho peso porque están para asustar y nada más que eso, y curiosamente termina olvidando sus aspiraciones de hacer horror gótico para volverse una película más en el divertimento de Evil Dead, con todo y que los personajes usen la sangre de cristo hacia el rostro con one liners y buches en dos ocasiones.
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Y es una pena, porque Corin Hardy no había demostrado ser pésimo en el género del horror con su anterior película The Hallow (2015), pero aquí, se siente comprometido por un guión en donde no tuvo colaboración y probablemente por presiones del estudio, desperdiciando un potencial latente tanto en sus actores –que hacen lo posible para rescatar a la película- como en un diseño de producción que, usado de mejor manera creativa sería competente (porque además la geografía del espacio está curiosamente bien planteada, no se vuelve confusa).
Hay gente abarrotando las salas, incluso disfrazándose del personaje de La Monja en nuestro país, adjudico eso al temor religioso que solemos pasar de generación a generación con historias de ultratumba y leyendas habituales de los conventos… y una que otra historia espeluznante de la vida real frente a una mujer que se dedica a ser monja. El fenómeno social es más interesante que la película en sí, lo cual debería decir mucho para aquellos curiosos de ver La Monja, quizás se arregle en la segunda parte que obviamente van a querer producir, o más probable, el universo de los Warren ya está generando un deteste crítico.
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