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Wes Anderson ha creado odisea pura y crítica que le habla a todos los que hemos tenido una relación con cosas: con el cine, y con el el mejor amigo del hombre.
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Mi primer perro se llamaba Estéfano. Era un perro de la calle de tamaño grande color café y que obtuvo su nombre gracias a los comerciales noventeros de cierto perfume en los que una mujer gritaba con lujuria el nombre de su amante, de “Stefano: el hombre”.
Estéfano nunca fue agresivo con mi familia y era muy querendón, además de fiel, bondades que suelen compartir los perros de la calle que reciben una oportunidad, animales que en sus ojos ves el agradecimiento incesante del amor que les ofreces, que son alguien especial en este mundo que nunca se atrevió a mirarlos. Mi madre siempre recuerda que el chucho le acompañaba en el camino a recogernos del kínder, en el que siempre veíamos al perro y gritábamos en alegría por verlo siempre en su labor del guardián de nuestra familia. Un día en el que no acompañó a mi madre, Estéfano se quedó velando la casa por la mañana echado en el patio de la cochera, y ese sería el día menos adecuado para hacerlo porque fue el día en el que unos tipos quisieron entrar a robar nuestro hogar; Estéfano defendió al hogar que le había abierto las puertas con honra y furia, y por ello recibió heridas con un objeto punzocortante que lo dejaron en agonía durante gran parte de la mañana, entre llantos de dolor y la sangre que emanaba de su cuerpo.
Al llegar mi madre a la casa, estaba desconsolada de ver la escena, y lo único que pudo hacer fue hablar al control animal para sacrificar a nuestro ángel de cuatro patas, y para nosotros fue raro… porque a partir de ese día, no volveríamos a ver a Estéfano, ni nuestra madre hablaría del asunto hasta tiempo posterior, por lo que simplemente dedujimos que se había ido.
… Y pienso severamente esto tras ver el día de ayer Isla de perros de Wes Anderson, pero ¿Por qué?
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Podría ser, porque en el fondo, Isla de perros es la película más noble sobre estos animales que haya visto en mucho tiempo.
Seamos honestos, las películas sobre perros inundan el mercado del videohome y ocasionalmente las pantallas de cine, pero estos productos son simplones, en los que se toma la comedia barata y escatológica con ideas ridículas, llámese “perro detective”, “perro espía”, “perro bombero”, “perro karateka”, “perro fantasma”… todo ya está realizado… y sin entusiasmo, con el animal obteniendo un rostro de incomodidad por las horas de grabación extenuantes y los actores humanos sólo asistiendo por querer cobrar ese jugoso cheque.
En el caso de Anderson, hay una pasión sobre los animales que se desborda pero que jamás los cataloga como animales curiosos y monos, curiosamente los ejemplifica como calaña. Seres de los más mugrosos, repletos de garrapatas, tos incómoda, con sangre seca y materia fecal y en un universo repleto de violencia… es un retrato fiel e inusual de lo que son los perros, porque incluso estos han llegado a esta posición sin desearlo o con un pasado trágico.
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Nunca los presenta como villanos y si estos existen en estas condiciones, son por parte de una calca humana que prefiere a los gatos y que piensan exterminar de una vez por todas a los enemigos de aquellos que escupen bolas de pelo.
El tratamiento que Wes Anderson, Roman Coppola, Jason Schwartzman y Konichi Nomura hicieron en el guión tiene una inspiración sorpresiva: en la visión animal descarnada de Richard Adams, quien en su novela Los perros de la plaga presentaba a Rowf y a Snitters como animales lastimeros, lejos de ser aquellos que uno encontraría en su hogar que buscan una isla para liberarse de sus problemas.
Esto existe dentro de la película, obviamente no en un tono pesimista como el de la novela pero sí contempla que entre los desperfectos y los descuidos de los humanos existe una posible reivindicación.
Y esto lo fusionan con la inspiración temática más fuerte de la película: el viaje de redención y de bajar las defensas de Kikuchiyo en Los Siete Samuráis (1954) de Akira Kurosawa.
Aquella figura de misterio interpretada por Toshiro Mifune abandona la espada enorme y se encarna en Chief, un perro negro detestado por ser un callejero pero que recibe aprecio en su capacidad de ser una máquina de guerra, y el cual termina cediendo ante la relación que florece a través de Atari y su respeto hacia los humanos y perros, curiosamente el tema de Kikuchiyo y su equipo de samuráis se escucha en varias ocasiones, específicamente en los segmentos para los dos personajes, y que por lo menos uno encuentra inspiración en su aguerrido espíritu a través de la música de Fumio Hayasaka.
Así, La película termina siendo un bizarro batidillo de las pasiones de Wes Anderson: el cine de Kurosawa, la figura de Mifune, los trabajos pictorales de Utagawa Kunisada, y la rigidez de producción de proyectos de Rankin Bass sobre una película que consagra y celebra la unión de humanos y perros, con su cercanía y respeto muy a pesar de si estos no se llegan a entender.
Porque la propuesta, y principal reclamo del trabajo, es que los animales hablan en inglés, mientras que los protagonistas japoneses terminan hablando de manera natural… sin que les entendamos a menos de que exista un traductor dentro de la escena.
Esto en ningún problema representa un problema y de hecho es un elemento sacado fuera de control por gente que no puso atención al principio de la película en el que se especifica que los ladridos de los perros van a ser traducidos a beneplácito de los realizadores. Y al final termina ofreciendo una lectura de las capacidades de la bondad y el respeto más allá de los límites del lenguaje; Atari habla en japonés y podemos deducir lo que trata de expresar y su contacto con los perros, y estos a su vez tratan de traducir lo que el humano les dice: y conecta.
Conecta con la misma intensidad que la de un Han Solo que entiende a Chewbacca, porque en el fondo, si dos personas se entienden, las palabras quedan fuera, son los conflictos internos y la elaboración de equipos lo que causan una amistad.
A eso se le debe de sumar el reclamo de la apropiación cultural, y… tampoco creo que sea el caso. La película toma el batidillo para crear un universo que no busca ser un documental y lo hace desde la mirada de pasión al arte por parte de un foráneo. Y si Anderson es culpable de ello ¿Por qué sólo se le reclama a él? ¿No es acaso el mismo crimen que comete toda la línea de clásicos Disney? ¿O Ridley Scott, Scorsese, Peter Jackson, y George Lucas? Si bien son elementos que destacan mucho por la extrañeza dentro de la visión fílmica de Anderson –al fin y al cabo un autor dentro del medio- no creo que raye en la caricatura de una nación, ni que sea una controversia al nivel de “El cantante de Jazz” (Alan Crossland, 1927).
Y lo pensé durante un buen rato saliendo del cine, porque es una película simple e inspiradora, quizás la más accesible dentro de toda la obra de Anderson. Su humor es de gracia más no de carcajada –y siempre negro- y su atención al detalle se exige más que nunca porque el equipo de producción debe crear un universo sucio y apocalíptico que termina siendo maravilloso de ver, con su habitual e imperante necesidad de que todo en cámara sea perfecto.
Al final la revolución la crean los jóvenes, el reacomodo social es generado por el derrumbe de las visiones políticas, y esos seres que nos acompañaron en el viaje de lodo y supuración, siempre estuvieron con nosotros.
Isla de perros es una película que no debería afectarme como tal, pero que no dejo de pensar en la película que mejor ha hablado de la amistad que tengo con el perro que tengo dormido en mi cama, y lo que estaríamos dispuestos a hacer frente a cualquier amenaza que enfrentáramos.
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