En el 20 El Salón de la Crítica, la crítica de cine Clara Sánchez eligió esta crítica de ‘Seven’ para ser publicada.
Por: Juan Sebastián Muñoz Sánchez
Seven, Fincher y la cacería del descubrimiento
En la furia del asfalto de las ciudades estadounidenses, se han escenificado intensos dramas que han revelado por décadas la intensidad de la supervivencia misma en la agitación de las calles caóticas y angustiosas. El thriller nos ha permitido recorrer con emoción las calles tan oscuras y nebulosas como multicolores y destellantes de las grandes urbes de Estados Unidos.
Desde los aportes del blaxploitation con auténticas travesías suburbanas como Shaft (1971) hasta considerables experiencias sensoriales como en The Conversation (1974), de Francis Ford Coppola o el indeleble Sérpico (1973), de Lumet, el thriller callejero, entre las ratoneras, los palacetes de los traficantes y los imponentes edificios art decó, nos ha llevado en un viaje excitante hasta el borde de los precipicios. Desde los años noventa, David Fincher ha sido portador descollante de los thrillers en el panorama del cine gringo. Seven (1995) fue la película que lo instaló en los pedestales del género, con una contundencia que aún resuena en la actualidad. Somerset (Morgan Freeman) detective veterano a un paso del retiro, se encuentra con la obligación de asumir un caso que percibe laberíntico y denso junto al novato e impulsivo Mills (Brad Pitt) y, condenados a entenderse, siguen la pista del genial asesino en serie John Doe (Kevin Spacey) que compendia los siete pecados capitales en su obra sangrienta.
Sobre la Nueva York de Seven siempre cae una lluvia pertinaz y persistente que lava las calles y pone a flotar una atmósfera apocalíptica, mientras que el superdotado genio dantesco les tira episodios de su crimen perfecto al maestro y al discípulo, a la reconversión de Merlín y Arturo. La fotografía del iraní Darius Khondji cultiva las luces frías que se volverían huella digital de la mirada de Fincher, con aquellas oficinas y departamentos acogedores en su melancolía azulosa, y spots que atraviesan el techo evocando el expresionismo en los escenarios más críticos del drama, en los vestíbulos siniestros y oscurísimos de la mente criminal.
Arthur Max elabora un diseño de producción prolífico en los detalles minuciosos de la serie de asesinatos y demarca un terreno fértil en el que se encuentran las referencias a Dante y Tomás de Aquino con la modernidad noventera. El diseño sonoro de Willie D. Burton, con el respaldo colosal de la música de Howard Shore, no solo impulsa la emoción de las situaciones límite, sino que introduce efectos que narran y evocan la crudeza violenta a la que se someten los personajes.
Por supuesto, el guion de filigrana de Andrew Kevin Walker es el motor de una maquina de hipótesis que inquieta al espectador, que nos encierra con los héroes en su esfuerzo por quitarle la máscara el monstruo, con fragmentos de la monstruosidad que son arrojados como señuelo para los perros y su olfato. Sommerset, solitario con el trasfondo melancólico de su propio pasado misterioso, encuentra en Mills y su esposa Tracy (Gwyneth Paltrow) una hermandad inesperada, que necesita de él como amigo, no como policía avezado. Ese vínculo que se nutre a cada instante también nos compromete emocionalmente como espectadores y aquellas escenas de fraternidad plena funcionan como la noche previa de los soldados que van al campo de batalla abandonando a las mujeres, los expedicionarios que van a descender por los infiernos de Dante.
La incontinencia emocional de Mills es el fuego que no lucha en el cuadrilátero contra la frialdad demente del asesino devastador, que lo conmociona siempre con facilidad infinita, sino que se enfrenta a la experticia iluminada del sabio Somerset, quien sabe bien que la conquista en la partida completa no necesariamente está desligada del dolor más profundo que se pueda concebir.
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