En la novena edición de El Salón de la Crítica, el crítico Arturo Aguilar eligió esta crítica de ‘Magnolia’ y ahora la compartimos con ustedes.
Por: Axl Flores @AxlFlors
“Jamás dejes que te digan que no hay nada que lamentar”
Es cuando se está a punto de cerrar un ciclo, o ante una situación de tensión cuando una persona puede hacer una reflexión sobre el pasado, el recuento de los daños nubla todo acontecimiento dándole una razón de ser o convirtiéndolo en una mera casualidad o coincidencia cuyo fantasma sigue apareciendo en todos lados. Esta premisa puede clarificar un poco la tensión que da pauta al tercer largometraje de Paul Thomas Anderson, Magnolia.
Estrenada en 1999, la película narra 9 historias que se desarrollan paralelamente en un día lluvioso en Los Ángeles, ¿qué tienen en común un niño prodigio (Jeremy Blackman), un exniño prodigio (William H. Macy), un presentador de televisión (Phillip Baker), su hija adicta (Melora Walters), un policía soltero (John C. Reilly), un magnate moribundo (Jason Robards) y su joven esposa (Julian Moore), su enfermero (Philip S. Hoffman) y su famoso hijo abandonado a temprana edad (Tom Cruise)? En primera instancia nada más que el clima en el que viven, sin embargo, a través de ellos se traza un hilo invisible que une a cada ser humano a través de sus emociones, frustraciones y expectativas, en las que Anderson formula una suerte de tratado sobre los sentimientos y la manera en las que estos se manifiestan.
La narración de la película, que comienza con una voz en off que afirma que los hechos tienen que ser más que una consecuencia del azar, lleva a cada uno de los personajes a momentos de tensión que confrontan las expectativas que se han formado sobre su propia vida, e incluso sobre las relaciones sentimentales. En una escena de la cinta Donnie Smith, exniño prodigio de un programa de concursos afirma “tengo mucho amor para dar, solo que no sé dónde ponerlo” mientras Jimmy Gator ante el último programa de televisión de su carrera dice “acabamos con el pasado, pero él aún no ha acabado con nosotros”.
En ese sentido la estética de la película se desarrolla mediante el retrato de programas de televisión, entrevistas y discursos motivacionales característicos de los 90 y una musicalidad que llena todo lugar de melancolía gracias al score de Jon Brion. Magnolia, en ese sentido, representa un análisis sobre las frustraciones y los sentimientos humanos, sobre el perdón y ser perdonado.
Así, en “una larga historia sin final épico” que adquiere un cierto simbolismo religioso -esa lluvia de ranas sin ninguna explicación lógica-, Anderson confronta conceptos como el destino y el azar; las frustraciones contra las expectativas y el perdón contra el resentimiento para retratar la locura que afectó aquel 1999 de final de milenio y que afecta un poco a cada ser humano cuando está a punto de cerrar cada año. Momentos en los que todo se decide en “saber qué perdonar” como dice el personaje de John C. Reilly después de una fatídica noche.