Un documental que traspasa los sentidos de identidad dentro del género porque parece dramatizado y que cuenta una historia bastante interesante.
Director: Bruno Santamaría
País: México
Año: 2019
Duración: 77 minutos
El pueblo de El Roblito, en Nayarit, no es diferente a muchos otros que se pueden encontrar en todo México y de hecho presenta características que le une a los demás, pues son espacios que dependen económicamente de sus labores del campo y ganadería interna de la cual a menudo interactúan de manera directa con sus habitantes, son precarios dentro de las suposiciones del desarrollo urbano, a lejos de kilómetros de los poblados que podemos decir –como un sujeto ignorante de ciudad- que se encuentran dentro del estatus “normal”, salvo las contrariedades variopintas que siempre representa percibir servicios e imágenes más que universales como la coca cola, el pan dulce Bimbo o una playera de los Minions. Y a pesar de esto, El Roblito es inusual.
Desde el primer minuto Bruno Santamaría propone una visión excepcional que además sirve como telón introductorio a Cosas que no hacemos, porque El Roblito aparece desde los cielos a través de una escena provista del uso de un paramotor… conducido por Santa Claus. El patrono de la época navideña anuncia su llegada de la cual los niños de la comunidad se emocionan y vociferan que el sujeto les ponga atención para que este aviente bolsas de golosinas, y los niños se envuelven en una casa por los regalos. A partir de ese momento la cámara baja del cielo, y continúa registrando las actividades de los niños.
El director filma de manera constante sus juegos y actividades sin tomar en cuenta a los adultos del lugar, claro que capta diversas ocurrencias como la irrealidad que representa el apoyo político a la comunidad que hasta termina metiendo narices en un asunto tan personal como el de un velorio… pero no es lo que le interesa. El realizador deja que El Roblito se dibuje como una especie de Nunca Jamás, en donde los niños siempre están reunidos frente a una cancha de cemento que se vuelve punto de reunión, nunca los cuestiona y es silencioso, a tal grado de que los niños toman a la cámara y a los hombres y mujeres que no vemos a escena como confidentes; para ellos la aparición de un grupo de cineastas representan momentos para hablar con ellos de temas un tanto serios, pero que precisamente por tener una mentalidad infantil terminan desechando: poco importa pensar en las consecuencias de cuando alguien muere cuando lo que te dan por su pérdida son unos tacos, y si llegas a pensar en esta violencia… el resguardo de tu árbol de confianza es lo que uno necesita.
Inevitablemente llega un punto de inflexión que los documentalistas no buscaban pero que se presta a una tragedia inherente en nuestro país: La oleada de crímenes violentos que asalta a El Roblito y a sus niños. Presencian la muerte y los maleantes ven al filme como un potencial enemigo del cual los infantes sí llegan a sentir amenazada su relación y compañeros de juego, pero es algo con lo que tienen qué vivir, algo que Santamaría captura de manera tan dramática con el grupo viendo el charco de sangre que invade su espacio, como un virus latente que resquebraja su inocencia, su recordatorio del cruel mundo que tienen en frente.
Mismo punto de inflexión resulta ser para un protagonista –si es que se puede mencionarse como tal- en Cosas que no hacemos. Ñoño es un chico que de inmediato sobresale de entre la tropa de chamacos por ser de avanzada edad, este es discorde a las edades de los presentes con una pubertad latente, y conforme lo conocemos nos damos cuenta de que Ñoño es un homosexual con sueños de ir a buscar lo suyo, su identidad, abrazarla y de paso presentarlo a su familia. Es el líder de juegos de los demás pero a menudo por su condición y por dónde se encuentra, siempre está solo viendo al lago como su único compañero y testigo, o por lo menos eso era hasta la llegada del cine a su comunidad, que no sólo se proyecta, se termina haciendo aquí.
Hacia el final la película le ha otorgado fuerzas, y Ñoño en un momento toma las riendas de su destino encarando la realidad –su realidad- en un momento en donde la audiencia queda atónita y compartimos el decir de su director: Eres muy valiente.
Cosas que no hacemos es un gran documental, uno que traspasa los sentidos de identidad dentro del género porque todo parece dramatizado –porque no podemos dar espacio a la credibilidad de que los niños simplemente sean así, simplemente no podemos- y bien podría prestarse a un debate sobre las intenciones de sus realizadores, pero captar esta inocencia que de pronto se desvanece y más en situaciones tan difíciles, es como presenciar a las luciérnagas durante una apacible noche de verano.