Una película directa y realista sobre la rutina monótona de aquellos cuyo trabajo es necesario, pero que suelen ser ignorados por los demás a su alrededor.
Por Jonathan Eslui / @JonathanEslui
Dirige: Lila Avilés
Elenco: Gabriela Cartol, Teresa Sánchez, Agustina Quinci, Alán Uribe
País: México
Año: 2018
Duración: 102 minutos
Apenas hace un año, Roma se convirtió en un auténtico fenómeno cinematográfico a nivel mundial de la mano de un Alfonso Cuarón que se ayudó del séptimo arte para contar una emotiva y poderosa historia inspirada en la mujer que lo cuidó durante su infancia. La cinta protagonizada por Yalitza Aparicio, rápidamente se convirtió en una herramienta de concientización acerca de la importancia de las labores diarias de las trabajadoras domésticas y, entre otras cosas, ayudó a humanizarnos alrededor de un sector que injustamente ha sido maltratado a lo largo de los años.
Tal como pasa en la producción mexicana ganadora del Oscar, en La camarista, su directora (Lila Avilés) nos cuenta la historia de una mujer que le dedica la mayor parte de su tiempo trabajando para otras personas haciendo todo para que éstas tengan lo que les haga falta. En este caso, la protagonista es Eve (Gabriela Cartol), una joven mamá que pasa sus días haciendo la limpieza en un lujoso hotel y cuya vida queda en segundo plano, siendo ignorada por aquellos a los que sólo les interesa que esté cuándo se necesitan sus servicios y a quienes no les importa realmente lo que suceda con ella fuera de ese espacio en el que se encuentran.
Eve trabaja como camarista, limpiando cuartos y cumpliendo con las exigencias de los huéspedes del piso 21; en general interactúa con extranjeros a quienes siempre debe sonreír y ante quienes muestra en todo momento una actitud servicial. Aquí vemos a una mujer de la vida real como muchas que hay a lo largo de México, una que debe hacer un trabajo sumamente cansado para apenas y tener lo necesario para sobrevivir, que prefiere bañarse en su lugar de trabajo para no tener que llegar a bañarse a jicarazos a su casa y que se ve obligada a dejar a su hijo pequeño al cuidado de alguien más para darle lo que necesite.
La protagonista se la pasa trabajando sin parar mientras anhela ser elegida para que le asignen un mejor piso, una promesa que la mantiene optimista ante una monotonía que día a día la destroza por dentro, aunque ella a veces no esté del todo consiente de ello. La mayor parte del tiempo Eve luce como si estuviera encerrada en su propio mundo, no suele interactuar mucho con sus compañeros de trabajo e incluso se le puede notar incomoda cuando alguno de ellos intenta hablarle.
A pesar de estar siempre ocupada y atenta a lo que le pidan, nuestra camarista se da tiempo para hablar por teléfono y saber cómo se encuentra un hijo al que se esfuerza por sacar adelante, y con el que no suele pasar mucho tiempo. También, en un intento por superarse, la vemos tomando clases para tener una mejor educación y aspirar a tener algo más en su vida, e incluso hay un momento en el que, en una búsqueda por satisfacer las necesidades que todos los seres humanos tenemos, se atreve a coquetear con uno de los trabajadores del hotel; son esos momentos en los que reaccionamos recordando que se trata de una persona con deseos y sueños, como todos nosotros, aunque su trabajo la deshumanice y la deje como un mero instrumento para que alguien más tenga algo bueno.
Entre pasillos y escaleras de servicio que están lejos de los cuartos a los que los huéspedes privilegiados pueden ocupar, encontramos ocultos a una variedad de empleados que pueden estar a la vista sólo cuándo se les necesita para cumplir con alguna tarea. La cinta se centra en mostrar la monótona existencia de un grupo de trabajadores a través de su protagonista, su presencia resulta indispensable pero la mayor parte del tiempo son invisibles. A diferencia de Roma, aquí la anécdota es directa y sin adornos que le den cierto romanticismo, así suele ser la realidad y ésta por lo regular no es poética, ni artística.
La camarista es una inteligente denuncia sobre cómo ciertos trabajos, aunque dignos y que generan ganancias económicas, deshumanizan a quienes los desempeñan y pueden llegar a convertirse en una retorcida forma moderna de esclavitud en la que los trabajadores son ignorados como personas y vistos solamente como objetos necesarios para cumplir con tareas que pocos están dispuestos a hacer.