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En 1979, una película nos detuvo ante la emoción de las aventuras espaciales, ya que nos hizo pensar por un momento, en la posibilidad de que el espacio es un lugar inhóspito y horrendo.
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El horror siempre trata de representar el conflicto del ser humano frente a una amenaza que no puede comprender, en el caso del horror espacial, este adquiere un tinte bastante–de por sí- siniestro porque nos revela lo insignificante que somos en este universo que funciona como el abismo en donde quedamos reflejados por nuestras fallas, ya que estas nos vuelven enemigos o en un caso más aterrador, nos revelan vida de otros confines de la galaxia más aptos para la dominación comparado a nosotros, seres frágiles y con necesidades primitivas que nos vuelven dependientes a nuestro hogar”…
Este pensamiento pasa por la cabeza de Dan O’ Bannon, quien en 1974 se está viendo en una situación poco usual: frente a la pantalla grande, sin llegar a ser un actor profesional. O’Bannon estuvo a cargo de Dark Star junto a un tal John Carpenter que salieron de la universidad del Sur de California apostando a lo grande con una tesis que se transformó en un proyecto de largometraje, el primero de los dos estudiantes. O’Bannon se está mirando, porque en ese preciso momento está interpretando a el sargento Pinback quien se encuentra peleando contra un extraterrestre que siendo parte del chiste y falta de presupuesto, tiene forma de pelota de volley ball y manos de Gill Man, y mientras unos ríen del efecto y otros por la película… él cree en el poder de la ciencia ficción y el horror.
Los años siguientes no son fáciles para el novato. Termina en la infame producción de Dune a cargo del departamento de efectos visuales en donde conoce a un equipo de primera dispuestos a adaptar la obra de ficción más importante de toda la literatura moderna, y de 1974 a 1975 vive en Europa con la espera de una película que no va a poder hacerse por las ridículas exigencias de la producción; regresa sin dinero, sin casa, y con salud deplorable –llevado a una vida de combatir la Enfermedad de Chron– hacia los Estados Unidos y lo único que le queda hacer, es escribir, ver si alguien quiere apoyar su proyecto. Recibe el apoyo de Ronal Sushett, productor y amigo que además de dejarlo dormir en el sillón, le ayuda con su proyecto de horror en el espacio, primero puliendo el guión que se llamaba Star Beast en ideas como que el extraterrestre tenga sexo con un miembro del equipo de astronautas, y logrando conseguir el apoyo de Roger Corman, quien decide usar este proyecto para sacar un billete rápido. Las cosas de pronto suceden como avalancha, porque Corman termina rechazando el proyecto, para tener el interés de Walter Hill y su nueva productora, quienes terminan aceptando el filme y obteniendo el apoyo de 20th Century Fox basados en el terror que representa una escena en particular: una con un astronauta y un huevo.
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He estado pensando a lo largo de estos días en los que escribo sobre una de las películas más frecuentes de mi infancia, y la gran pregunta que ronda por mi cabeza es ¿Qué es lo que hace tan aterradora a Alien: el octavo pasajero? ¿Qué capturaba mi atención y la de mi hermano a tal grado de estar pegados los sábados por la tarde viendo una película de 1979 en televisión abierta?
Gran parte sí es porque siendo niño, te afecta demasiado ver una película como esta. Ridley Scott entrega un filme que se siente extremadamente eficaz en toda rama, porque siendo honestos no intenta ocultar su pasado como obra de ciencia ficción barata en trama… pero es el desarrollo, y el trabajo que tiene detrás de tanto genio acumulado, en donde Alien: el octavo pasajero juega con un elemento que las antecesoras nunca llegaron a imaginar: sus sets. Filmes del pasado siempre mostraban pasillos limpios y explícitos del bajo nivel de presupuesto que tenían, en donde tres sillas simulaban ser una nave espacial con lugares pulcros y poco imaginativos, como oficinas de vanguardia que vez en revistas de los sesenta pero no como una nave espacial. Aquí el mundo propuesto por Alien: el octavo pasajero es complejo, con máquinas y pasillos repletos de mecanismos que son sinónimo de responsabilidad a un puñado de mineros que si no cuidan dicho entorno, se van a la mierda.
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Esos laberintos complejos resultan una ironía, porque al ser diseñados por un ser humano, jamás llegarían a pensar la posibilidad de que en determinado planeta, un ser termina dentro de las instalaciones, un ser sin pasado detallado, finalidad incomprendida, un ser que evoca el perfecto abrazo entre un animal mecánico, el cual al encontrar tanta maraña de metal, puede darse el lujo de ser la presa con toda calma. El diseño de producción de la nave termina siendo el órgano más temible del Xenomorfo el cual tampoco es que uno vea con lujo de detalle, siempre con atinados close ups que además no le permiten aparecer en cuerpo completo, haciendo imaginar a la audiencia sobre el cómo será y cómo se mueve.
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Esta agudeza me parece que es la que más causa desconcierto en el filme a cuarenta años, pero lo curioso del asunto, es que cuando hago memoria el terror era sobre otra área, una que de hecho era inintencionada y que abre la discusión de la estética empobrecida, porque en ese entonces Alien: el octavo pasajero no contaba con una versión en alta definición, oh no: la veías en la caja idiota, con intermisión en la imagen que de por sí no era la mejor y pocas veces –esto fue en tele por cable- se presentaba en el formato widescreen.
Y esto lejos de afectarle al aura del filme, le aportaba una dinámica única entre mi hermano y yo, porque esta se volvía similar a la de estar en tu cuarto en total oscuridad, y pensar que hay algo frente a ti que te acecha. ¿Acaso sería que el Alien se encontraba cuando Ripley corría como un demonio de cuarto en cuarto buscando la paz? ¿O lo veías antes que Brett quien se detiene a darse un baño sin pensar en que el monstruo llegue a matarlo por detrás?
Estas ideas para ese punto de la vida te agarran y no te dejan en paz y realmente hacían que el valor de volver a ver Alien planteaba una nueva posibilidad de tratar de descubrir al mentado ser antes de que apareciera, y te provocara un escalofrío interno.
Y la verdad es que a lo largo de estos años, no puedo pensar en una película que posea estos dos valores, lo cual es bastante extraño.
No creo ser el único que le recuerde y es muy probable que los productores de Alien: el octavo pasajero también llegaran a pensar en los críos, promocionando en un principio una película extremadamente alejada del buen corazón de Star Wars (George Lucas, 1977) y Encuentros cercanos del tercer tipo (Steven Spielberg, 1977), pero como era del espacio habrán pensado en que “claro, los niños son tontos, devoran lo que sean”. Alien, el octavo pasajero, revivió el fenómeno del horror en la ciencia ficción con elegancia y restricción a pesar de los intentos de mercadotecnia moderna, lo que hizo un reto el entrar a una sala de cine para escabullirte y ver lo que te prohibían, y con ello ofreció a generaciones de ese entonces el encuentro con un monstruo de misticismo similar a los que Universal tuvo en su pasado, en donde unos gritaban de horror al pensar que un falo gigante los acechaba al bajar por el cuarto de lavado, y en donde otros más causaban las náuseas de sus padres al imitar a los androides de este mundo vomitando leche por todas partes.
Esos son, los alcances a la cultura popular que pocas veces se logran, esos que toman forma dentro del olimpo de lo valioso, y lo genuinamente nostálgico por lo honesto dentro de su ejecución.
Felices 40 años, Alien: el octavo pasajero.
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