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Pawel Pawlikowski dirige una historia del amor, no sobre los clichés conocidos, sino sobre la idealización de este, de la transformación del sentimiento en dos personas en el momento menos indicado.
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¿Cómo sirve el amor? Sabemos que debemos entregarnos con pasión y clichés a una persona pero ¿Qué pasa cuando este se plantea de manera alterna? ¿Qué debemos pensar sobre este cuando lejos de llenarnos como personas, parece que nos está abriendo una herida de manera constante?
Pienso esto al término de Guerra Fría, la nueva película de Pawel Pawlikowski, una película que más que dejarme incómodo, me dejó reflexivo ante su dualidad, ya que dentro de la maquinaria Hollywoodense el amor se ha prestado para presentarse de maneras burdas y de fácil contenido recreativo, pero en el caso de Pawlikowski, lo que tenemos es una verdadera reflexión del sentir y de la terquedad humana que no siempre podemos comprender pero siempre admirar.
Guerra Fría narra el infortunio de Zula y Wiktor, una pareja que se conoce durante el ocaso de Polonia durante los años cuarenta –algo pocas veces visto en el cine que está acostumbrado a mostrar al país en caos por el nazismo- y quienes buscan trabajar en el mundo de la música. Wiktor (Tomasz Kot) es el encargado de conseguir un grupo de personas que se dediquen a la música y danza que enaltezca los valores del comunismo, y es quien ve una chispa de capacidad en Zula (Joanna Kulig), una campirana de creencias espirituales en reserva y cuya pasión por una canción que escuchó en una película rusa le hace ser la pieza estelar de la compañía.
Ellos conectan de inmediato y es Wiktor el que decide que no quiere vivir su vida aprisionado en bailes y música de carácter político, por lo que le pide a Zula irse a vivir con él en el exilio autoimpuesto, buscando la oportunidad de ser felices los dos sin las presiones de la nueva doctrina política. Es, una decisión, la que cambia el transcurso de la vida de los dos, quienes se van reencontrando con el paso de la siguiente década crecidos de una forma u otra pero siempre abriendo un espacio para su relación.
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Guerra Fría primordialmente es una historia del amor, el amor que fluctúa pese a las decisiones que tomamos y curiosamente del amor que evoluciona a partir del reencuentro. La grandiosa obra de Pawlikowski es quizás la carta más compleja del sentimiento que he visto en mucho tiempo, porque sí vemos los esfuerzos de los dos de mantenerse a pesar de las circunstancias, pero una vez obtenida dicha satisfacción, también nos lleva de la mano en su autodestrucción.
Este mutágeno del amor lo podemos percibir en una serie de miradas por parte de los protagonistas, en donde el director parece evidenciar la valía del silencio que suele expresar más que la serie de palabras, incluso más que en ocasiones en donde las discusiones no llegan a nada, desde un juego coqueto de miradas en una fiesta de cóctel con un espejo que nos permite presenciar todo sin la necesidad del corte, hasta los ojos a los que se nos advirtió desde el inicio en una ruina que sirven como el pacto a sellar del dúo.
Fácilmente podremos divisar las limitantes interpuestas por su sociedad que los ve como objetos y que les llega a lastimar en lo más profundo, pero duele considerar que en un punto llegaron a escapar de este infierno, a sentir la plenitud… y siguen sin conectar de manera típica, que ellos mismos son residuos de lo sistémico que llegaron a repudiar y al que vuelven sin siquiera pensarlo dos veces.
Y nunca se debilita. Cuenta en menos de una hora y media esta tragedia, con un paso de tiempo enorme en ocasiones y a pesar de todo, la mirada de Tomasz Kot y Joanna Kulig impacta en cada encuentro; de que a pesar de sus diferencias siendo él tan serio y ella buscando divertirse, llegamos a percibir esa dependencia a través de un manejo de la cámara rígida de Lukasz Zal, atrapada en un formato extinto de filme y en un blanco y negro que ofrece paisajes en donde predomina la oscuridad dentro de dos halos de luz que representan nuestros enamorados.
Esta formalidad es bastante inusual en un mundo fílmico que constantemente se desvive para contarnos de la necesidad de uno del otro, y aquí está Pawlikowski, sin prisas contándonos algo que va desde lo profundo de su corazón porque está tratando de exponer la relación que sus padres llevaron: una imperfección ante la vida real vuelta en perfección pura cinematográfica.
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