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Kafka escribió La Metamorfosis durante tres semanas a finales de 1912. Se decidió a publicarla finalmente en 1915. El relato inicia con el episodio inquietante que conocemos de memoria: Gregor Samsa, un agente de ventas, amanece un día en su cama transformado en un insecto monstruoso.

Es una obra maestra indiscutible. Y como tal, sus sentidos son inagotables. Es tal vez su prosa aguda y transparente la que invita a interpretaciones infinitas. Ese mismo infinito de las postergaciones infinitas, de las pesadillas infinitamente laberínticas, de las burocracias infinitamente anónimas donde nadie sabe nunca nada, que ha sido eje en la obra de Kafka.

Mexicomorfosis se suma a estas interpretaciones en línea con el centenario de la publicación de la novela. Pero con la idea de una transformación que concluye, de un ciclo natural de cambio que da origen a formas de vida distintas. Una transformación que, si bien parte de la impotencia del insecto, de una voz marginada e incomprendida, anhela la escucha y el diálogo. Anhela mutar y hacer mutar a través de esa escucha y ese diálogo.

Algunos críticos han visto en La metamorfosis una descripción de la incomunicación del hombre de letras, del artista, del poeta. Una metáfora sobre la futilidad de los esfuerzos de un espíritu sensible por hacerse oír.

Dice una línea amarga en la novela: Como no se hacía comprender de nadie, nadie pensó, ni siquiera su hermana, que él pudiese comprender a los demás… La historia de Gregor, entonces, es análoga a la historia de muchos grupos en nuestro país: personas de todas las edades y oficios que sufren una misma incomprensión. Y por extensión, es también análoga a la historia del artista: el escritor, el pintor, el cineasta… modos de vida que intentan desesperadamente florecer, hacer fértil a un país cegado por lo que parece reducirse a la simple explosión de sus recursos.

Con lo que topan estos grupos y sus esfuerzos es con un suelo árido, un suelo que frecuentemente no los acoge ni los nutre, un suelo que los expulsa a la vez que se lamenta por ello, valga la incongruencia, hacia cualquier otro suelo. A tierras donde hablar de lo que importa sí esté contemplado como prioridad.

En La metamorfosis Gregor no puede sino desaparecer lentamente de la escena familiar, incluso cuando no puede callar lo que observa por la ventana, lo que le duelen sus heridas, su hambre y sed, sus carencias. Así también le ocurre al poeta contemporáneo. Necesita decir cosas. Necesita decirlo todo. Aún si ese proyecto de hombre moderno que no calla está muchas veces clausurado en las sociedades contemporáneas.

Dice Kafka: …si el libro que leemos —la música que escuchamos, la película que vemos— no nos despierta de un puñetazo en el cráneo, ¿para qué leerlo?… Un libro tiene que ser un hacha que rompa el mar de hielo que llevamos dentro.

Con la ilusión de este racimo de ideas esperanzadas, así también Mexicomorfosis pretende propiciar esa transformación. Esta mutación hacia la escucha, hacia lo positivo. Desde el arte, desde el cine. Desde películas que muestren las cosas que necesitan ser vistas. Y lo hace un poco a contracorriente, con el peligro latente de volver a la inmovilidad de la que reniega.

Mexicomorfosis tiene el escenario puesto para el diálogo, para mostrar el cambio y no guardar un minuto más de silencio ante la muerte. Para dar vida a la posibilidad de un cine que transforme.