Cuando “el hombre más casado” conoció a Marilyn Monroe
Por: Verónica Mena León
Como si de un documental expositivo se tratase, “La comezón del séptimo año” comienza con un narrador omnisciente, explicando una de las dinámicas más antiguas de Manhattan: desde tiempos remotos, los hombres, auto-designados líderes de familia, enviaban a esposas e hijos lejos de la isla durante las vacaciones de verano, mientras ellos trabajan arduamente para el sustento familiar.
Años después, el panorama poco ha cambiado: Richard, encargado de una editorial de libros cuyas portadas re-imaginan los clásicos de una manera bastante cuestionable, se despide de Ricky, su hijo, y Helen, la mujer con la que ha compartido sus últimos siete años de vida. Ante la partida de ambos, Richard manifiesta en voz alta que cuidará de su salud, nada de cigarros o alcohol, y respetará la más alta moral del hombre casado, esto es, no mirará o establecerá contacto con mujeres atractivas.
La profunda inmersión en sus pensamientos hará que Richard olvide entregarle a Ricky un sobresaliente remo de madera, imposible de ignorar, cuya presencia acompañará al protagonista hasta el final de la película. Continúa la voz del narrador, recurso que desaparecerá después de introducirnos a la vida de Richard: cuenta con una imaginación desbordante, herramienta muy útil en su trabajo, pero que también se manifestará en fantasías y suposiciones que causarán placer y angustia al protagonista.
Terminada la jornada laboral, Richard llega a su departamento y reflexiona sobre su restringida independencia, pero ésta se verá interrumpida por el arribo de una nueva vecina, a quien conoceremos como La Chica, interpretada por Marilyn Monroe. Vestida siempre de blanco o colores claros, y vibrantes labios rojos, la aparición de La Chica llevará al implacable representante de la moralidad a cuestionarse sobre sus propios instintos reprimidos, tema que comparte con el título del libro próximo a ser publicado en su editorial. En cuestión de minutos, el protagonista invita a La Chica a su departamento para platicar.
La imaginación de Richard no tardará en recordarle su irresistible y magnético efecto en las mujeres, y le permitirá visualizar a La Chica con un vestido que asemeja un estampado animal, rendida ante los encantos del protagonista, quien le pide (con un inexplicable acento) no luchar contra sus sentimientos. Un golpe de realidad acabará con la fantasía de Richard en ese momento, pero su imaginación seguirá latente, como un personaje más que dirige la historia.
Irónicamente, una de las escenas más memorables ocurre fuera de la imaginación de Richard y con La Chica en la misma habitación: ella tiene una botella de champagne que no ha podido abrir y él se ofrece a ayudarle, ya que tiene experiencia descorchando botellas. En el acto, una de las extremidades de Richard se verá inmovilizada, revelando su anillo de bodas, y defenderá que esto nunca le había pasado antes.
Los mismos diálogos podrían ser intercambiados a otra situación y espacio del departamento, que fácilmente podemos imaginar, y que corresponden al ingenio del doble sentido al que Billy Wilder, director y co-escritor de la película, tuvo que recurrir para evitar la censura.
Desde 1930 y durante casi treinta años, el cine de Hollywood se vio fuertemente restringido como consecuencia de una serie de normas, conocidas popularmente como el “Código Hays”. Éste, consciente del poder de las imágenes en movimiento, terminó por censurar una gran cantidad de historias y temas, con el ingenuo propósito de evitar la “corrupción” de un tipo de moral que se buscaba mantener, a todas luces conservadora: escenas que mostraran actos sexuales o que resultaran sugestivas, serían eliminadas. Tanto Richard como La Chica y las acciones que llevan a cabo, son la materialización de una ingenuidad que responde a la restrictiva moral de la época.
Lo absurdo de las situaciones representadas es inevitable: la vergüenza de La Chica al no tener esmaltadas las uñas cuando tuvo que llamar al plomero, porque un dedo se le atoró en la llave de la tina mientras se bañaba, o su felicidad al enterarse que Richard es casado, porque entonces no le pedirá que se case con ella. Sin embargo, esto no impedirá que Wilder muestre su inconformidad ante la censura y la derive en picardía visual: elementos como el “interesante” tronco de madera que acompaña a La Chica en una fotografía, o una de las imágenes más reconocidas en la cultura pop, con La Chica disfrutando la brisa que pasa entre sus piernas y eleva su blanco vestido, o la presencia del largo remo de madera olvidado por Ricky, inservible en la ciudad, y que será desesperadamente envuelto en periódico la misma noche que ella duerme en el apartamento de Richard.
Frente a la censura, lo que vemos es una comedia extremadamente consciente de cada acción y cada diálogo, que, en la medida de lo posible, intenta escabullirse de las restricciones moralinas y conservadoras de un Hollywood que, como “La comezón del séptimo año”, intenta por encima de todo mostrarnos un absurdo final feliz.