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Hay una razón por la que tu mamá se pasa toda la tarde viendo programas en Investigation Discovery, esa razón es uno de los documentales más importantes en tiempos recientes, en específico uno que llevó el debate sobre los alcances de la práctica fílmica menospreciada por excelencia.
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¿Qué es la verdad en un documental? Esta pregunta es válida y se ha realizado desde los orígenes del mismo, que no vino de la mano de grandes estudios, sino de realizadores que querían rodar vidas inusuales para la media que representaba el boleto de cine. Sobre todo si la verdad se puede manipular en un sentido ofensivo –como Nanook del Norte (Robert J. Flaherty) que no deja de ser una revisión falsa del esquimal a pesar de su importancia- o de propaganda, como el caso de Leni Riefenstahl que no deja de endiosar a Hitler y el aura del nazismo con su montaje. Quizás, esta noción de la verdad provenga de nuestra propia mala educación frente al tema presente, porque al final de todo, el documental puede exprimirse en límites narrativos, siempre a pro de lo que John Grierson llegaría a referir como “la interpretación del realizador”. Pero cuando uno se encuentra con casos como La delgada línea azul ¿Qué pensamos al final de la proyección del medio, y sobre todo de una película que replanteó el impacto de un documental?
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Errol Morris tardó bastante en seguir filmando. Gates of Heaven y Vernon Florida son documentales hermanos que aparecerían en 1978 y 1981 respectivamente que le valieron reconocimiento crítico –al grado de que Roger Ebert menciona a la primera como una de las 10 películas más importantes a gusto personal- que también le harían presentir la insistencia de los estudios de hacer énfasis en proyectos comerciales y por lo tanto, también con el freno de la libertad que ya había encontrado rítmica. Para 1983 Morris sufre pérdidas personales y es que decide abandonar el campo del cine para volverse de entre todas las cosas… un detective privado de Wall Street. Una cosa lleva a la otra misteriosamente y mientras Morris pulía sus habilidades detectivescas – dejando hablar de más a la gente- comenzó a interesarse en los casos del infame doctor James Grigson, un hombre que en todos sus análisis criminales regresaba a sus pacientes con la recomendación de que el estudiado fuese aniquilado “por ser un peligro a la sociedad”. Algo no cuadraba bien en esa línea de pensamiento y Errol Morris trazaría entrevistas con las “víctimas” del apodado Doctor Muerte bajo recomendación del propio doctor, en donde encontró el caso de Randall Dale Adams.
Establece una cita con Adams, y este le cuenta de que: a) es acusado del asesinato de un policía que no mató, y b) conoce David Harris, el asesino que le inculpó, pero este ahora cumple una sentencia de pena de muerte por causas ajenas al crimen que le atribuyó. Errol Morris agradece que ya no va a ser investigador de tiempo completo, porque ahora su investigación abandonada a último minuto, es leña de cineasta, y leña de uno de los documentales más fascinantes de los ochenta.
La delgada línea azul es un relato simple en tiempos modernos. Gran parte de los programas de investigación que vemos ahora con tranquilidad en la televisión por cable beben de su influencia, pero si trasladamos nuestra mente hacia 1988, entendemos el giro tan radical de Morris y sus aspiraciones narrativas.
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La aparición de palomitas en un señuelo ficticio también sirve para demostrar el prejuicio de las audiencias, en delimitar una obra a una de mero disfrute sin contemplar lo presente en el material.
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Decide contar esta historia de misterio a través de entrevistas con Adams, los involucrados en el juicio, y Harris, con encuentros sin voz del autor usando sus conocimientos en el campo del detective y haciendo que así, las voces de los entrevistados no tengan peso púdico a lo que puedan decir. Establece una narrativa en la que no duda de lo que Adams le confesó, pero que sabe que como todo el juicio, es confuso creerle a un hombre que no se quiebra y parece sospechoso, pero es víctima de una visión que le rechaza por básicamente ser un vago social, por lo tanto… dramatiza sus vivencias, sin jamás presentar una visión clara de lo que pasa, con escenas que rayan en el deja vu ilusivo repleto de una carga noir jamás representando su rostro, y todo a carga de la reflexión moral que Morris establece tanto en imagen, como en temática.
Porque el mundo no está repleto de percepciones subjetivas. Percepciones que hacen caer a un hombre inocente a un mundo de incertidumbre de si va a morir o no por su apariencia, y por lo extraño de su caso repleto de incongruencias, que flashback tras flashback nos hacen sentir menos seguros de la versión más coherente del caso, en donde siempre recibimos el asalto de una luz policiaca roja como la sangre en un abismo negro y una música hipnotizante de parte de Philip Glass.
Son decisiones estéticas y narrativas muy radicales para una forma de trabajar del “género” muy tradicionalista y que hacen sentir a la película, como una obra entera de ficción. La vida real no tiene personajes tan falsos como una rubia tonta plástica y metiche que actúa de villana para obtener atención debido a la falta de vivir su sueño de casarse con un policía “de los buenos”.
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Y créeme, llegas a odiarla… demasiado.
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Mucho menos, volverse la clave para resolver el misterio de Randall Dale Adams, porque Errol Morris logra de manera accidentada y escalofriante –que consigue por el daño de su cámara y el tener que recurrir a una grabadora- obtener la confesión de David Harris de que sabe el destino de su chivo expiatorio. Para 1989 el caso se retoma y esclarece de manera inintencionada el nombre de una persona que estuvo envuelta en un error de juicio peligroso, y que ni siquiera quería estar inmiscuido en la película.
Y es que hay un sentido magnánimo dentro de la capacidad fílmica de Morris que además tuvo un peso fuerte en la campaña de Miramax que vendió la película como una de horror… y no se equivocaban. Claro que la intención de cierto infame era la de conseguir ventaja comercial asociándola a una obra más cercana a una película de monstruos, pero dicha decisión contribuye a que analicemos el proyecto con un enfoque más preocupante, que evidencia las fallas en el mundo judicial que tiempo después, Morris encontraría como material infinito de creatividad, por las incoherencias morales a las que se presentan ciertos de personas desafortunadas de vivir bajo la expresión de “entre la espada, y la pared”.
Los miembros de la Academia –como de costumbre- no supieron qué hacer con La delgada línea azul y argumentaron su omisión dentro de los OSCAR por contener escenas dramáticas ficticias. Y lo que ellos tacharon en esnobismo, dio florecimiento a una oleada de cineastas que veían las proposiciones expositivas del director como una invitación a explorar restricciones, y a idear el documental como material digno de recordar, de estremecernos y sin perder su esencia de disfrute, y reflexión. Razones que entendieron a la perfección algunos, y siguen usando este encomio al crimen, como un punto de venta fácil en audiencias.
Y no todos los días una película documental rompe barreras, establece un subgénero, resuelve un crimen y se vuelve la carta de inicio a un director que se puede defender como autor en el sentido más auténtico de la definición glorificadora: es así de extraño.
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